Su compañero
Epona, llamada así por el caballo divino de la mitología celta, era una majestuosa yegua blanca y negra con un espíritu libre a la altura del de Isabella. La joven encontró una forma pura de alegría en la compañía que le brindaba su caballo. Ambos pasaban los días cabalgando por los prados de hierba que se extendían más allá de su granja. Galopaban a plena luz del día y se compenetraban en las noches estrelladas.
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